por Dadá G

Con las piernas abiertas sobre su cama, Trinidad se despojaba de su pierna. Uno a uno iba soltando los arneses que la mantenían unida a su cuerpo. La prótesis de madera que era ya parte de ella por costumbre o por necesidad, y a la vez le era tan ajena, tan extraña, iba poco a poco disminuyendo la presión ejercida sobre el muñón que era su rodilla.
El rítmico TOC-TOC casi místico que la seguía a todos lados solo por la noche la abandonaba. Al final del día sólo su sombra y el seco sonido de su pata de palo eran su última compañía.

Enfundada en su camisón de algodón en la oscuridad de su recamara, alejada ya de todo, se dejó caer de espaldas en el mullido colchón. Hacía días que la boca le sabía a cerillo, tenía un gusto a tierra metálica en las encías. Mala señal, según su abuela, la bruja. Eso, aunado al afónico y ansioso canto de los grillos, muy fuera de su ritmo normal, y el acelerado crecimiento de su pelo, la tenían inquieta. Algo grande se venía.
Tenía muchos encargos pendientes para el día siguiente. Comprar las trampas para el ratón de la cocina, terminar la bastilla del vestido de doña Remedios, pasar la lista de los arreglos a la casa antes de la llegada del sobrino de la patrona, mandar por correo las cartas acumuladas sobre la mesa…
Con estos pensamientos se quedó dormida una noche antes de su último día en este mundo. Aunque corto, tuvo un sueño profundo y reparador. En él, su abuela, la bruja, le advertía que su partida estaba próxima y que tenía que arreglar sus asuntos. Le contaba, además, con lujo de detalles cómo sería ese paso y la hora exacta. Su final, como casi todo en su vida, no sería de una manera convencional; estaba marcado por un hado fatalista y perturbador.

El oscuro espectro de su abuela, la bruja, la había aconsejado en sueños desde su infancia. No tuvieron la fortuna de conocerse en vida pero aún así eran muy unidas. Trinidad pensaba que al ser ella el único contacto de su abuela con estas tierras, la bruja le tenía un cariño especial; sin saber que la aparición de la mujer se le manifestaba en sueños a varias personas en el pueblo incluso antes de ser fantasma. En parte esto le había dado su fama de bruja.
Si Trinidad hubiera despertado de manera natural a las siete de la mañana como era su costumbre, no habría tenido ningún problema para recordar el funesto mensaje, evitando así futuros inconvenientes. Pero su día comenzó con un grito de doña Remedios que, al ir a la cocina por un vaso con agua había visto de nuevo al ratón intruso sobre la estufa.
Trinidad se incorporó de su cama aún consciente de la visita de su abuela, la bruja, pero al comenzar a atar la prótesis de madera tallada al resto de su pierna, sus pensamientos corrieron hacia todo lo que había que hacer durante el día. Al terminar de vestirse, amarrando el eterno delantal blanco a su cintura, cualquier rastro de aquel revelador sueño se había evaporado de su cabeza, para ir a parar allá, en las nubes, que es donde quedan los sueños olvidados y las ideas no realizadas.

 

El escueto desayuno de café negro con lentejas y pan calmó el hambre de sus tripas, más no el sentimiento de incertidumbre que le daban los presagios detectados. La intensa actividad del día se encargó de eso.
Salió apresurada hacia la tienda de abarrotes en donde compró una trampa, de esas que son jaulas que se cierran atrapando al animal vivo; doña Remedios se divertía ahogando a los intrusos en una profunda cubeta de agua con jabón, viendo las burbujas de colores que salían de la boca del infortunado ratón.


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