Por Dolores Bassinger.
Recostarme en la terraza a ver el cielo después de tomar un baño y fumarme un porro, resulta un acto de singular peligro. Un paso en falso hacia adelante puede ser funesto. Significaría precipitarse al vertiginoso vacío azul que es la bóveda celeste; salir disparada cual cohete a la luna o destructor misil. Seguro en mi ascendente caída vería las copas de los árboles mientras me arrepiento de no haberme decidido a plantar uno cerca de mi casa y así tener de dónde asirme para detener mi inminente fin.
Imagino a los pájaros mirándome extrañados, flotando de cabeza (su cabeza), deteniendo su caída por medio de muchos aleteos y un poco de magia antigua. A pesar de todo debe ser poco común ver a una mujer cayendo al cielo. El vértigo producido por la caída libre seguro aumentará al volver la vista atrás y ver las azoteas sembradas con enredaderas de medias y pantaletas.
Si en mi inminente caída hacia arriba no muero arrollada por un jet o el avión presidencial, mi suerte no mejorará mucho de cualquier forma. A falta de un punto de anclaje, no tendría de donde sostenerme y seguiría cayendo tal vez por meses, tal vez por años hasta volverme vieja.
Lo peor de una caída no es la caída en sí, si no el aterrizaje; aunque libre yo de un suelo donde hacerlo, continuaría cayendo, hundiéndome en el profundo negro estelar, observada con desdén por las estrellas. Y en la profundidad del abismo absoluto que es el espacio, bien por seguro que aprenderé a hacer mi vida cayendo. Dormir, ir al baño o escribir una carta poniendo que te extraño, serán actividades cotidianas que tendré que aprender a llevar a cabo en mi caída inversa.
Seguro seguiré cayendo hasta encontrarme a las ballenas estelares que habitan la profundidad del universo, colosales seres de piel translúcida y dentadura de diamantes, indetectables a simple vista por el ojo humano. Nadaré con ellas y cabalgaré sobre sus lomos. Y cuando me canse de eso, me recostaré y daré un paso hacia el abismo.
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