#EroticGayTales – Los labios de ambos adolescentes se unieron en un apasionado aunque inexperto beso. Al inicio, por un momento incómodo, sus dientes frontales se toparon en un doloroso choque. Sus lenguas se buscaban, encontrándose de tanto en tanto, descubriéndose, acariciándose. Las manos de Mauro tocaban ansiosas la pueril y femenina cara de su amigo, una cara que unas horas antes ni siquiera imaginó tener tan cerca (y menos bajo esos términos); mientras que Sergio con las suyas hurgaba nervioso bajo la playera de Mauro, sintiendo su piel tersa y joven, poblada ya por un creciente aunque suave vello.
El castigo.
Habían sido citados en el colegio aquella mañana de sábado por Díaz, el prefecto que ya los traía de encargo por su conducta retadora hacia su autoridad en reiteradas ocasiones. El encontrarlos fumando la mañana del miércoles detrás de los baños, fue el pretexto perfecto para echar a perder su sábado al castigarlos con la limpieza del salón 41, donde se guardaba todo el mobiliario en desuso. Bien sabía el cabrón que Sergio tenía entrenamiento con el equipo de fútbol de la escuela, mismo del que era capitán. El intenso ejercicio junto con su afortunada genética habían dado al estudiante un cuerpo que ya se adivinaba atlético y masculino. Eso, junto con su personalidad gregaria, su rostro atractivo de sus ojos grandes y facciones finas en torno a una sonrisa fácil, de labios delgados, con blancos y grandes dientes, eran cualidades que lo marcaban como uno de los jóvenes con más popularidad de la preparatoria Martha Sahagún.
Contrario a su amigo, Mauro era de un temperamento más retraído. Aunque no era nada feo, sus rasgos no irradiaban la belleza casi élfica de los de Sergio. Su cara tosca era más masculina, más arrabalera; su cuerpo, grueso sin llegar a ser gordo, era peludo desde niño, al igual que su cara ya provista de una incipiente barba que le añadía años, de lo cual sacaba ventaja cada que podía. Con todo esto, Mauro era de los pocos que tenían novia en su salón: Mayela una adolescente alta, guapa y delgada, aplicada en los estudios, de buen cuerpo y algo tímida.
La traición.
Al inicio de todo el besuqueo en el baño de hombres, la sensación de una traición hacia Mayela no abandonaba la mente de Mauro. ¿Cómo podía estarle haciendo esto? ¡Y con otro hombre! Y con qué hombre… Sergio, su amigo de la infancia, con el que ambos habían compartido tantos momentos felices. Muchas veces había insistido a Sergio que se buscara una novia, alguien con quien pudieran salir en una cita doble: ir al cine, un helado en El Mezquite o hasta echarse uno de los porros clandestinos que fumaban ocasionalmente entre los tres en casa de sus suegros.
La invisible presencia de su novia duró tan solo unos instantes. La calentura, el deseo la excitación que sentía Mauro en el interior de sus pantalones, manifiesta a través de una tremenda erección, ganó terreno haciendo que el adolescente olvidara todo remilgo o prejuicio contra aquello que ahora estaba pasando y que tanto disfrutaba.
Fuera ropa
La situación había pasado de incómoda a excitante y novedosa. El beso inicial había bastado para iniciar una reacción en cadena de caricias neófitas en las que ambos jóvenes exploraban sus cuerpos ante la privacidad que ofrecía una escuela vacía. La ajustada playera negra con la que Sergio había llegado al colegio, se había convertido solo en un estorbo sorteado hábilmente por Mauro al quitarla con rapidez. Su torso delgado y tonificado quedó expuesto para ser lamido y besado por la boca de su amigo. A su vez, Mauro fue despojado de la polo verde que cubría su grueso cuerpo, para dejar al descubierto un pecho fornido, turgente y cubierto por una suave capa de pelo.
Las miradas de ambos se cruzaban constantemente, buscando una posible protesta por parte del otro, una señal que mostrara aquel límite que ambos anhelaban romper pero que a su vez temían encontrar, por lo frágil que resultaba. En busca de aquel signo, Sergio posó sus manos en el carnoso trasero de Mauro, quien sin protestar movió las suyas al tremendo bulto que se dibujaba provocativo en los jeans de su amigo, frotándolo con la ansiedad que solo produce el deseo.
«Llévate la mía.»
Si en ese momento alguien los hubiera visto no habría dudado que eran una pareja de novios dando rienda suelta a los impulsos de sus cuerpos adolescentes; nadie imaginaría que tan solo media hora antes ambos, en calidad de mejores amigos limpiaban el aula 41 entre bromas a veces homofóbicas, a veces homoeróticas como cualquier pareja de adolescentes heterosexuales. Mientras Sergio acomodaba una serie de bancos uno sobre otro al fondo del amplio salón, Mauro se estiró para alejar la pereza de su fornido cuerpo, arqueando la espalda y levantando los gruesos brazos.
«Aguanta wey, voy al baño», soltó Mauro mientras abría la puerta del aula. «Nomás no te tardes wey, que todavía nos falta bastante y Díaz la va a hacer de pedo» , contestó Sergio con su voz aún aguda, provista de los falsetes típicos de un adolescente, mientras miraba a su compañero desde el fondo del salón.
«No tardo, wey. Me echo una firma y vengo, no mames», acometió Mauro, riendo sarcástico. «Pues llévate la mía de una vez, ¿no, wey?» pidió Sergio riéndose mientras sujetaba firme su entrepierna, marcando un bulto de considerable tamaño, tomando en cuenta que aún su cuerpo estaba en desarrollo. Riendo, continuó acomodando los muebles dando la espalda a su amigo.
«¿Ya te la estás jalando o qué?»
Antes de salir al baño, Mauro tomó su mochila negra, pequeña y, en apariencia, casi vacía. Al abandonar el salón, apagó la luz tras él, solo por molestar a Sergio. Una vez fuera, emitió una fuerte carcajada burlona y se alejó por el pasillo. Molesto, pero aguantando vara, Sergio caminó hasta el interruptor para encender de nuevo la luz y continuar con la labor de limpieza, no sin antes soltar una melodiosa mentada de madre con un silbido.
Tras quince minutos de espera, su compañero de castigo aún no regresaba. Demasiado tiempo para la corta distancia que los separaba de los baños. «Este wey se está haciendo pendejo», dijo Sergio para sí mientras dejaba la escoba a un lado del recogedor negro con morado, con la cual había comenzado a barrer . «Me lo voy a torcer y le va a tocar sacar el gayo, por puto.»
A escasos veinte metros del aula 41, Sergio abrió la puerta blanca del sanitario de hombres, donde una clara señalización indicaba el género destinado para tener acceso al baño, evitando con esto confusiones que pudieran llegar a afectar la frágil psique de los estudiantes, apenas en formación. «¡Eh, wey!» gritó «¿Ya te la estás jalando o qué?» bromeó Sergio. Tras no obtener respuesta se dispuso a entrar al baño.
«PUTO EL QUE LO LEA»
Normalmente aquel espacio no se distinguía por su higiene, pero al ser fin de semana, la limpieza se había realizado un día antes y su uso no había sido mucho, por lo que podía sentirse un aroma a pino que incluso llegaba a ser agradable. Sergio entró mirando a ambos lados, previniendo una broma por parte de Mauro. Al costado derecho se encontraban los lavabos blancos, cada uno con su respectivo espejo. El adolescente pasó de largo hacia el área de los WC y los mingitorios. Nada.
Sergio dio la vuelta y se dispuso a volver sobre sus pasos. Cuando estaba a punto de salir, algo llamó su atención sobre el primer lavabo a su lado izquierdo. Una inscripción negra escrita en la reflectante superficie del espejo. «PUTO EL QUE LO LEA», leyó Sergio para sí moviendo sus labios en silencio. Justo en ese momento se abrió de un golpe la puerta, entrando Mauro apresurado. Todo pareció ir en cámara lenta, con la relatividad que tiene el tiempo en los momentos de tensión.
«¡Wey, cuidado! ¡No vayas a …!» demasiado tarde, su compañero y amigo de toda la vida había caído presa de la más terrible maldición milenaria inscrita en el espejo del baño, por la cual miles de los hombres más varoniles y de mayor hombría habían sucumbido, cayendo bajo el influjo de aquel conjuro en baños de gasolineras, mercados o instituciones tan respetables como una preparatoria pública.
Maldición milenaria
«¿Lo leíste wey? ¡Lo leíste, no mames!» exclamó horrorizado Mauro tomando a Sergio de los hombros, quien aún no entendía la gravedad del asunto. Pálido y sin siquiera haber tenido tiempo de quitar la mirada de la superficie del espejo seguía escuchando su voz mental leer en su cabeza «PUTO EL QUE LO LEA».
Al reaccionar, Sergio dirigió sus ojos confundidos hacia su amigo, quien aún lo miraba preocupado, tomándolo de los hombros. Cuando sus ojos se encontraron supieron que lo que pasaría a continuación era inevitable. «Sí, lo leí wey» escuchó Mauro la voz de su amigo en un susurro que se acercaba seductor hacia su cara.
«Pues mejor que sea contigo que con alguien más, carnal…» alcanzó a decir el robusto joven antes de recibir el primer beso por parte de Sergio, aquel mal logrado primer beso en el que sus dientes superiores chocaron, provocando con esto una risilla nerviosa que duró tan solo unos dos segundos.
¿Y si te la chupo?
Tras la exploración superior de sus cuerpos, Mauro abrió la bragueta del pantalón de Sergio, liberando una respetable erección mientras dejaba caer un calcetín con el que Sergio ganaba seguridad. Este rió, apenado, al patear la prenda hacia uno del los cubículos de los WC, mientras Mauro se despojaba de las bermudas khaki sin necesidad de desabrocharla, dejando al descubierto unas piernas gruesas coronadas por un trasero firme y peludo.
«¿Y ahora wey?» preguntó Sergio ante lo que veía venir «¿Traes condones?» volvió a interrogar, recordando sus clases de educación sexual.
«Nel, wey ¿y tú?» contestó Mauro, cuyo miembro se encontraba ya también erecto sobre una espesa selva de negro vello púbico. «Pues no, pero ¿y si te la chupo?». Su mirada iba de la fina y afilada cara de Sergio hacia su erección larga, delgada e incluso estética, en la que el glande había quedado descubierto, enfatizando su excitación.
Va, de aquí no sale.
«Pues vas…» lo animó el adolescente, sentándose sobre el mueble de mosaicos en que se alineaban los lavabos y reclinando su torso hacia atrás, haciendo con este gesto, su erección más apetecible y prominente. Mauro acercó temeroso su cara al pene de su amigo mientras abría la boca, resignado a su cruel aunque placentero destino. «Va, de aquí no sale, ¿cierto? Nadie se entera.»
Como respuesta, Mauro escuchó solo un gemido de conformidad «Ajá», mientras el miembro de Sergio entraba ansioso a su boca. Su inexperiencia hizo que al principio Sergio recibiera pequeñas mordidas involuntarias, que si bien no eran dolorosas, hubiera podido prescindir de ellas; mas la boca y la lengua de Mauro ansiaban aquel momento, por lo que se esmeró al realizar la erótica tarea.
Tras pocos minutos en que su cabeza subía y bajaba, el miembro de Sergio hizo erupción eyaculando una gran cantidad de semen sobre su amigo, quien con ayuda de sus propias manos también alcanzó el esperado clímax. Al mirarse de frente, un inocente beso cerró aquel momento, que aunque ambos disfrutaron, los incomodaba un poco.
Por poco…
En un timing que pareció casi sincronizado, alcanzaron a escuchar la puerta principal de la institución al ser cerrada. «¡Jóvenes! ¿cómo van?» «¡Es Díaz, chingada madre! ¡Es Díaz, vístete!» dijo Mauro presuroso mientras buscaba un papel para limpiar la lefa caliente de su cara en uno de los cubículos. Los dos adolescentes tomaron sus prendas con prisa mientras las iban colocando sobre sus desnudos y sudorosos cuerpos.
Sergio fue el primero en quedar totalmente vestido y salir de prisa hacia el aula 41. En seguida Mauro apagó la luz del baño y cerró la puerta, solo para abrirla un segundo después, volver a encender la luz y regresar por el marcador negro casi olvidado debajo del primer lavabo a su derecha e introducirlo en su mochila.
Extraño olor
«¿Pues qué estuvieron haciendo jóvenes?» preguntó Díaz, el atractivo prefecto de edad madura y canosas cienes. «Les faltó trapear y escombrar el rincón de allá», dijo con su voz gruesa y profunda, acariciando su barba cuidadosamente recortada. «Aquí huele a algo raro, jóvenes…» afirmó.
Los adolescentes apenados balbuceaban cosas sin sentido, sin atreverse siquiera a mirar a Díaz o a verse entre ellos, por miedo a que una mirada o aquel sospechoso olor a cloro que el prefecto mencionaba los delatara. «Pues bueno, es tarde. Ya pensaré en algo después» dijo resignado el hombre, mientras les indicaba con una seña que salieran del salón.
Una vez afuera y con dirección a la salida, el prefecto se adelantó unos pasos a los estudiantes y, girando la cabeza para hacer su voz más audible, apresuró sus pasos para gritarles con una sonrisa cachonda: «Jóvenes, ¡PUTO EL ÚLTIMO!»
IG @TheQueerGuru || FB @TheQueerGuru || TW @TheQueerGuru